lunes, 11 de mayo de 2015

El aprendizaje - Rubem Fonseca




Leí en el periódico: "Aprenda a escribir, inscríbase en nuestro programa intensivo. Aprendizaje individual. Curso La montaña mágica."
Consulté la agenda que guardo en la bolsa. Ya aparecía La montaña mágica. Tomé todos esos cursos, La montaña mágica, Machado de Assis, Malba Tahan, Maquiavelo, Marcel Proust, Malinowski, por citar sólo aquellos que comenzaban con M. Los maestros, todos ellos, comenzaban el programa hablando sobre el título del curso. De la montaña mágica recuerdo apenas que era un libro de Thomas Mann y que en alemán era Der Zauberberg. En el curso de Machado de Assis, el maestro pasó una semana hablando del escritor. Sólo recuerdo que era mulato y estaba casado con una portuguesa. Del curso de Malba Tahan, recuerdo el nombre completo del autor, Ali Yezid Ibn-Abul Izz-Eddin Ibn-Salin Hank Malba Tahan, que fue usado como seudónimo por el escritor brasileño Júlio César de Melo y Souza. Ah si, Malba Tahan era persa y vivía en Bagdad. De Maquiavelo sé apenas que escribió un libro titulado El Príncipe. En cuanto a Marcel Proust, el profesor permitió que los alumnos lo leyeran solamente al final del curso. Y de Malinowski no recuerdo nada, excepto que era ruso, no sé si está vivo o muerto. Aunque creo que todos esos tipos están muertos.
Los cursos eran caros, el más corto duraba seis meses, las clases eran todos los días. Todos daban diplomas. Tengo veinte diplomas y no puedo escribir una novela. ¿Novela? No puedo escribir ni siquiera un cuento.
Mientras tanto, mi vecina acaba de publicar su tercer libro. sé que ella paga por la edición, yo también pagaría si lograra escribir algo.
Odio a mi vecina. Es más joven que yo, más bonita, y es alta, tiene muchos pretendientes. Pensé en contratar un gigoló, dicen que hay muchos en esta ciudad, pero me da vergüenza. Me olvidé de decir que soy una mujer pequeñita con la cabeza grande. La estatura aumenta con zapatos de tacón alto, pero la cabeza no hay forma de disminuirla. Consulté a los mejores cirujanos de la ciudad y todos dijeron que era imposible disminuir el tamaño de mi cráneo.
Creo que no he dicho el nombre de mi vecina: Clara. Su piel no es clara, debe tener sangre negra. Yo soy rubia y tengo ojos azules, pero soy muy pecosa. Fui al médico. Me hizo un examen histopatológico de las máculas hipocrómicas —tengo todo anotado— y concluyó que sufro de una atrofia en la epidermis, y una leve inflamación perivascular en la dermis superior. No tengo la menor idea del significado de ese palabrerío, pero creo que él quiso decir que las pecas no tienen solución, igual que el tamaño de la cabeza. Evito mirar mi rostro en el espejo.
Los suplementos literarios de los periódicos esperaban con ansia el último libro de Clara —su nombre, literario o verdadero, es Clara Bela—, titulado Deseos secretos, que sería lanzado a fin de año. Además de tener un patota que ella seducía ofreciendole cenas suntuosas con vinos y patés franceses, Clara Bela tenía dinero, pagaba para que escribieran reseñas de sus libros. Y cada vez aumentaba el rencor que yo sentía por ella.
Cierta ocasión, yo estaba mirando por la ventana, como siempre hago, la casa de mi enemiga y vi que ella salía acompañada, toda elegante, debía ir a alguna fiesta. Poco después, se fueron sus dos empleadas. Entonces, tuve una brillante idea. Sigilosamente fui hasta la planta baja de su casa, rompí el vidrio de una ventana y entré en su sala. Yo llevaba una lata grande de combustible para encendedores. Caminé por toda la casa y encontré la biblioteca, con las paredes cubiertas de estantes repletos de libros. Sobre la mesa, al lado de su computadora, una pila de papel donde se podía leer, en la hoja de enfrente, Deseos secretos, Clara Bela. Humedecí los papeles, los libros, los tapetes de la sala y, finalmente, luego de encontrar la computadora portátil, la coloqué al lado de la computadora de escritorio, apilé todos los disquetes y pen drives, empapando todo con combustible y encendí un fósforo. Un incendio estalló sobre la mesa, como si un sol radiante hubiera surgido allí.
Mientras caminaba hacia la ventana de la planta baja por dónde había entrado, fui creando incendios por todas partes.
De vuelta a mi ventana, jubilosa, con el alma y el corazón alegres, contemplé la casa de Clara incendiándose, centelleando, una cosa bella. Los Deseos secretos eran ahora más que secretos, estaban hechos cenizas.
Al dirigirme a mi cuarto, pasé frente a un espejo. Mis pecas habían desaparecido y mi cabeza era más pequeña. Dios existe.


Trad. Manuel Noir

2 comentarios:

Unknown dijo...

NO CONOCÍA A RUBEM FONSECA, LLEGO A MI DE CASUALIDAD, ME ENTERE QUE HABÍA MUERTO UN ESCRITOR BRASILERO Y ME PUSE A INDAGAR....... NO PUEDO DEJAR DE LEERLO. ESTOY FELIZ DE HABERLO ENCONTARO.

Unknown dijo...

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